-Somera etiqueta de un nombre.
Recuerdo el día que tomaste mi
mano, con una carcajada mimética
estrujaste tus labios en mis dedos, tu
lengua apenas tocaba mis uñas, y el color de tu pelo combinaba tan bien con esa
luna llena, llena de luz, llena de
poesía con sentencia a la retroalimentación del flirteo (el nuestro).
Porque eso sí, yo era egoísta y cada invención de la palabra le ponía
protagonista. El simposio no contenía estimaciones al insulto, más bien, el
desarrollo de la idea comprendía su enjambre y vos tejías por tu parte. En cada letargo me dedicaba a contemplar tu
mirada, tus largas y risadas pestañas, a veces evadía erudiciones onomásticas y
me concentraba en los detalles, en la voz y el eco que dejaba cada estentóreo,
en la boca de quien discute, de quien cree omitir esa complicidad, esa
refutación que reclama un beso y una caricia anhelante.
Vos me querías tan bonito. ¿Recuerdas?, ¿Recuerdas esas zancadas vespertinas en el jardín?, ¿Las flores y
el verde vivo que contemplaban la temática de un colorido?, solía sentarme y
pensar en el viento, en el vaivén que
conlleva cada momento y vos te me quedabas mirando, como quien reclama una
exégesis a la excomunión de la conciencia. Yo callaba. Sabías bien que me
disgustaban las metonimias. La reminiscencia y las concepciones le pertenecen a
quien les germina. Hacías un breve
silencio y el sollozo elegíaco se desvanecía con el tiempo. Volvíamos a eso de las sonrisas, y propugnábamos
nuestros puntos de vista. Por momentos,
la inexorable melancolía abandonaba nuestros cuerpos, bifurcábamos del
espacio y del tiempo –pero eso no, eso sí que no- después de las dicotomías al menester de la
zona conocida, la figura no resplandecía
en la extensión desconocida. Y la ética y la moral. No, no, no era
posible. Regresábamos a casa con la
insulsa expresión de la memoria, el espejismo cavilaba en un vos- en un yo-
pero nada, las manchas, la materia eran olvidadas. Y sí, por supuesto. Allá
pertenecíamos, no nos tocábamos, no había confabulación alguna de la
existencia, la impávida cercanía era sinónimo
de desconsuelo. Mejor así, con rumbos tangenciales y caminos apenas
recorridos.
Una vez te sugerí un café, estaba dispuesta a acabar
absolutamente con la idea del amante. La abstracción me abrumaba en la penumbra, en
la ausencia, en el alma. Aquel día no tocamos palabra más que en la despedida, donde
sugerí un plano de armonía. No
respondiste nada y mantuvimos la
distancia por un par de días. Cuando apareciste de nuevo ya no llevabas la
mirada perdida, esos ojos no los conocía y me abrumé con la leve interpretación
de tu sonrisa.
Finalmente, en una noche de abrumada
melancolía me dijiste “No te fijés, volá junto a él”, metiendo tus dedos en mi
pelo con falsa e irónica caricia. Aquella madrugada me repetí la frase y hasta
pensé que así debía ser. Cuando desperté, vos ya no estabas conmigo, pero seguías ahí, tendido en
la cama, mortal, hiriente. Lo que nunca
aludiste fue que vos sabías de vientos que se esfuman, que en efecto, eras tú su
conmemoración.