Situado en el pórtico, Andrés, sosegado por una tarde
infinita, recorría el umbral de su lecho regocijando la insolación que la
causaba la exposición al entrado mundo. Bastaba con sentir la brisa en sus
pulmones para comprender que la plenitud de los sentidos aún le acompañaban,
puesto que su confort residía en la prolija incertidumbre de la intermitencia. Era cuestión de segundos acostumbrarse a prescindir
de la materialidad y la metafísica subordinada. Tangencialmente, se atisbaba al
zaguán y el ingreso era comúnmente asequible, todo aquel que creyese posible la
renuncia y la emancipación de los cuerpos podía privilegiarse de ese beneficio.
La ruina, en aquel lugar, era conceptual,
si el destrozo y el desgarramiento parcial o radical se interponían en la beatitud
circundante, la modificación situaba la suplantación de los hechos con situaciones
análogas en retribución a la memoria y los elementos cifrados que se iban acrecentando.
Es por esto, que la identidad no era revelada,
puesto que si había consciencia del propio recuerdo la tarea se vería truncada
y habría retroceso a la temible mortandad.
Las piezas del mosaico fueron construyendo súbitamente la
petición de anhelos, así, Andrés tomó por mando la solicitud de una habitación lúgubre con rostros despavoridos
que en algún punto de la historia decidieron tacharse del letargo. Era un pasillo
largo y frío que exhibía en cada lateral la efigie respectiva. Situó las
expresiones cercanas y concluyó que cada símbolo de senil rastreaba un rasgo distintivo
de algún conocido. Era desquiciado pensar que la imagen decía tanto de la vida,
de una vida que él desconocía, de un espejismo aleatorio que recorría y que le
eran ajenos a su estadía. Por tanto,
decidió inmiscuirse en su búsqueda.
Podía ver sus manos, aún la vista no se desvanecía, podría palpar su cara, el
tacto aún prevalecía, mas no podía mirarse a través de ellas ni palparse con el
reflejo que le acontecía. Desconcertado ante la lejanía, buscó la salida más
contigua, el recuerdo y la vuelta al pasado que lo había conducido al abismal
episodio. En aquel instante despertó de su agonía, y nunca antes en el teatro
de su vida logró ver con tal precisión el entorno que desvaría.