viernes, 19 de abril de 2019

En el pecho termina y comienza la dulzura.


Aquella noche, sin cerrar los párpados dormí sobre su pecho - el más suave de los terciopelos -, vagué en su mirada con pequeñas zambullidas contemplativas, interrumpidas por el beso y el deseo.
Aquella noche, dibujé caricias sobre su lienzo, mientras los dedos danzantes cruzaban la rigidez de las clavículas y la suavidad del rostro.
Aquella noche, palpé su cuerpo, deparé en la forma, en los ojos, en labios, los sonidos; pero ni el cuerpo ni la forma definen el estentóreo emotivo, el ímpetu o el paroxismo si de la complicidad de las partes se trata (ya decía algún narrador que “lo esencial es invisible para los ojos”).

Aquella noche no trazamos sino un par de palabras, mientras los ojos centelleantes, estrepitosamente se comunicaban…. Han pasado días y su voz ya no declama, su tacto ya no palpa y sus ojos ya no miran al sujeto que lo aclama; de manera que en esa noche pude comprender que el más dulce y amargo de los recuerdos iba a ser su efigie, su ser; la integridad de la mente y el cuerpo (el suyo). Comprendí que en su pecho comienza y termina la dulzura: sobre él se dibuja y a través de él se fragmenta el yo, el llamado de quien lo desea y quien sin poder explicar si ama, permanece compungido ante la espera y la pérdida.

¿Tendremos que vernos pasar entre el fulminante recuerdo de una charla vespertina y el flirteo de una sola noche?, ¿tendré que conformarme con verlo escondido entre las palabras?
Esta urdimbre que me conlleva a su idea, no se desteje, traba con cada omisión una incógnita, un deseo de querer llegar al otro, a uno que ya no desea ser dos. 

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